La racionalización del amor.
Hay un instante tan pequeño que cabe en un parpadeo; en él
dejas de mirar a la persona que amas y empiezas a calcularla. No lo notas
cuando ocurre, pero el pulso se enfría y la mirada se vuelve más técnica que
cómplice. No es que el amor desaparezca: empieza a someterse al escrutinio de
una mente que mide, compara, proyecta y busca garantías.
Ese cambio es invisible, gradual. No llega como un portazo sino como una grieta imperceptible; una mañana descubres que, en medio de una conversación íntima, te sorprendes pensando: “¿vale la pena seguir aquí?” “¿estoy perdiendo tiempo?” “¿esto es lo que necesito o lo que me he acostumbrado a tener?”. Vivimos en un tiempo que entrena para pensar antes de sentir y optimizar antes de entregarse. Lo que alguna vez fue impulso, ahora es cálculo.
El amor deja de ser un salto al vacío para convertirse en una ecuación medida con la precisión de un contable; lo triste es que rara vez notamos cuándo empezamos a hacerlo.
in the mood for love-2000
El amor bajo la lupa de la época.
Nuestra época es la del rendimiento y la optimización. Las redes sociales y la hiperconexión han impuesto un escenario donde incluso lo íntimo necesita validación externa. Publicamos fotos para mostrar que “estamos bien” y, sin querer, comenzamos a evaluar la relación bajo estándares de consumo visual y aprobación pública.
Este contexto genera lo que algunos psicólogos llaman “checklists emocionales”: afinidad política, estabilidad financiera, proyección de futuro, hábitos compatibles. Aunque parecen filtros sensatos, muchas veces ahogan lo imprevisible y lo irracional que alimenta el vínculo.
Barry Schwartz, en The Paradox of Choice (2004), habla de cómo mientras más opciones tenemos, más nos persigue la sensación de que podría existir algo mejor; en relaciones esto se traduce en vínculos que no maduran porque siempre hay la ilusión de algo más perfecto a la vuelta de la esquina.
En términos antropológicos, hemos pasado de un amor como “experiencia vivida” a un amor como “producto evaluado”. Dejamos de sentir para empezar a gestionar; es el reflejo de un tiempo que convierte todo en bien de consumo, incluso las emociones.
Cuando el amor se vuelve un proyecto de eficiencia, deja de ser amor y se convierte en administración de afectos.
El filtro del capitalismo en el amor.
En un mundo hiperconectado nunca fue tan fácil desaparecer de la vida de alguien. El ghosting —cortar contacto sin explicación— es síntoma de cómo la evasión reemplazó al cierre emocional; lo que parece una salida limpia suele ser una forma de evitar la incomodidad de reconocer al otro como persona.
No es solo al final de las relaciones; en el inicio y desarrollo, las redes amplifican la exposición al rechazo. Declararse o mostrar afecto se vive con la paranoia de ser ridiculizado.
Hoy esa fragilidad parece un riesgo para la reputación.
Incluso desde lo sociológico, es un síntoma mayor: la reducción del otro a un objeto prescindible, versión afectiva del fast fashion: rápido, barato, desechable.
“El amor nace de un flechazo;
la amistad del intercambio frecuente y prolongado.
El amor es un acto de fe;
quien tenga poca fe, también tendrá poco amor.”
Estas líneas nos devuelven al punto esencial: el amor no puede existir sin abandono del control; es una apuesta sin garantías, un salto sin cálculos exactos. En un tiempo donde las emociones se cuantifican, este amor es un gesto subversivo; una elección que no se mide en ganancia o pérdida, sino en entrega.
Amar sin esperar.
Dar sin esperar implica desprogramarse de la lógica transaccional. En psicología, se asocia a un apego seguro: la capacidad de entregar sin condicionar nace de una autoestima sólida y de entender que nuestro valor no depende de la reacción ajena.
John Bowlby, en Attachment and Loss (1969), ya señalaba que la seguridad emocional permite amar sin constante ansiedad por la reciprocidad.
No se trata de aceptar cualquier trato ni de tolerar abusos, sino de comprender que lo que damos no pierde valor porque no se nos devuelva. Las culturas comunitarias lo han sabido desde siempre: ayudar sin contabilidad, compartir sin esperar crédito, confiar en que lo que hoy damos regresa transformado.
En una sociedad donde todo se mide, amar de forma desinteresada es paradójicamente la forma más pura de libertad. Y también, un antídoto contra la erosión afectiva que produce vivir midiendo el costo-beneficio de cada gesto.
Este tipo de amor se parece más a una siembra que a una inversión: se da, se cuida y se deja crecer, sin exigir que florezca bajo un calendario. Aquí, la recompensa no es un retorno, sino la experiencia misma de haber amado.
Amar sin esperar es, en cierto modo, negarse a ser un engranaje más de un sistema que ha convertido las relaciones en contratos silenciosos. Es decidir que, aunque el mundo funcione como una máquina de cálculo, nuestro corazón no tiene por qué hacerlo.
Una invitación a perder la cuenta.
El verdadero reto no es encontrar el amor, sino protegerlo del impulso de diseccionarlo hasta que deje de respirar. Amar en este siglo requiere una valentía silenciosa: no la del héroe que conquista, sino la de quien se atreve a sentir en un mundo que lo entrena para protegerse.
Tal vez el amor que vale la pena es el que sobrevive a las métricas, el que acepta que no hay garantías, el que se arriesga a parecer ingenuo, el que se entrega aunque sepa que no hay contrato que lo respalde. Ese amor, el que se da por existir y no por lo que devuelve es quizá la última forma de resistencia contra un sistema que todo lo cuantifica.
Defender este tipo de amor no es una nostalgia ingenua, sino una forma consciente de resistencia. Es apostar por lo humano en un contexto que premia lo utilitario. Y aunque pueda parecer utópico, cada acto de amor genuino —sin cálculo, sin retorno asegurado— es una grieta en la lógica dominante.
Amar con intensidad en este contexto, no es una imprudencia: es un acto profundamente político. Es negarse a la anestesia emocional que nos promete seguridad a cambio de apatía. Es saltar al vacío con los ojos abiertos sabiendo que podemos caer, pero eligiendo el vértigo sobre la tibieza. Cada vez que elegimos sentir por completo, sin garantías, estamos escribiendo una historia que escapa a la lógica de mercado.
Porque puede que el amor no salve al mundo entero, pero sí salva mundos pequeños: el de dos personas que se encuentran y deciden quedarse un rato más; el de quien se atreve a confesar lo que siente sin calcular el costo; el de quien toma la mano del otro en mitad de la tormenta. Y esos mundos, aunque parezcan diminutos, son suficientes para recordarnos que vivir sin amar es apenas sobrevivir.
blue valentine-2010
“El hombre que quiere ser libre también quiere ser amado, y el amor implica una renuncia a la libertad”
“Cuantas más opciones haya, más fácil será arrepentirse.”
-Barry Schwartz
La psicología lo vincula con apego evitativo: huimos de conversaciones incómodas porque implican vulnerabilidad. Pero esta huida deja al otro en un limbo emocional, alimentando inseguridades y miedo al ridículo.
“Amar es desnudar el alma ante otro y aceptar que nos vea frágiles.”
-Simone de BEAUVOIR
“El apego es una necesidad humana básica, no un signo de debilidad.”
-john bowlby
“Que el amor me suceda entero,
sin cálculo ni cautela,
que me arrase como tormenta
y me entregue, sin miedo,
a la dulzura de su furia.”
alphaville- 1965
“El amor inmaduro dice: te amo porque te necesito. El amor maduro dice: te necesito porque te amo.”