¿Quien soy cuando no estoy enamorado?

El yo sin testigos.

Tal vez alguien que vuelve a habitarse con torpeza, como si entrara a su propia casa después de mucho tiempo y no recordara dónde estaban las cosas.
La rutina parece intacta, pero el aire pesa distinto; las mañanas ya no llegan con esa prisa de quien tiene a alguien en mente, llegan despacio, se sientan a la orilla de la cama y me miran sin decir nada. 
 En esos días me descubro escuchando la ciudad de otra forma: los ruidos parecen menos urgentes, el café tarda más en hacerse, los mensajes se responden sin el pulso acelerado del deseo. No hay esa ansiedad por compartir algo, ni la pequeña ilusión de que una mirada se cruce con la mía en el momento justo; todo se vuelve más lento, más mío, más silencioso.







Pero hay algo raro en ese silencio: a veces parece paz, a veces un eco. Porque no estar enamorado no significa estar vacío, significa que toda esa energía que antes salía hacia alguien se queda girando adentro, y uno tiene que aprender a sostenerla, a transformarla en algo que no duela, en algo que acompañe.
Entonces me doy cuenta de cuánto de mí se define por la manera en que amo. El amor no es solo una emoción, es una forma de estar en el mundo: me cambia la voz, el modo de caminar, el hambre, la mirada con la que entiendo las cosas. 
Cuando no estoy enamorado, todo eso se calma… pero no desaparece; se queda dormido, esperando.





Hay días en los que disfruto esa calma. cocino con música suave, ordeno el cuarto, miro el atardecer con la sensación de que no le debo nada a nadie, me reconcilio con la idea de que soy suficiente sin testigos, sin espejo.
Y otros en los que siento que algo se enfría por dentro, que la vida se vuelve tan práctica, tan funcional, que olvido por qué las cosas me conmovían tanto. Ahí entiendo que enamorarme no es solo buscar a alguien, es una manera de estar encendido; y cuando esa llama no está, tengo que encenderla con otra cosa: una idea, una canción, un proyecto, una conversación que me devuelva el sentido de lo vivo.
Tal vez por eso escribo, porque escribir es otra forma de enamorarse de uno mismo, del mundo, de lo que duele y de lo que se ha ido; es una manera de no dejar que la vida se vuelva plana, de seguir buscando una emoción que me saque del centro. 
Entonces, ¿quién soy cuando no estoy enamorado? Soy alguien que intenta recordar por qué vale la pena quedarse, incluso cuando nadie espera que llegue; soy quien se mira al espejo y, por un instante, se reconoce sin necesitar otra mirada.

El deseo de dar amor.

Creo que amar es la forma más pura que tengo de existir; no porque necesite a alguien para completarme, sino porque en ese gesto de dar algo que no se puede medir ni devolver hay una sensación de sentido, como si la vida, por fin, hiciera clic con algo más grande que yo. 
No estar enamorado me deja con las manos llenas de cosas que no sé dónde poner; hay una ternura que se me acumula en los hombros, en la mirada, en los pequeños actos del día, como si siguiera queriendo cuidar algo que ya no está. 
Y entonces la derramo donde puedo: en una conversación que se extiende más de lo previsto, en un texto que me toma la madrugada, en las plantas que riego con una dedicación absurda, o en un silencio que intento que no se sienta tan solo.
Es curioso cómo el amor, cuando no tiene destinatario, busca formas de sobrevivir; se filtra en los gestos, se convierte en cuidado, en arte, en obsesión, en trabajo; todo con tal de no extinguirse. 
Creo que por eso me cuesta tanto la indiferencia; porque una parte de mí siempre está dispuesta a entregarse a algo, incluso cuando ya no hay nadie frente a quien hacerlo. 
 Y no sé si eso sea una virtud o un vicio, pero me parece humano: querer seguir sintiendo aunque duela, querer seguir ofreciendo aunque no haya respuesta.
A veces me sorprende la facilidad con la que puedo proyectar afecto en lo que hago; diseñar un espacio y pensar en cómo se sentirá quien lo habite, escribir un párrafo y preguntarme si alguien al leerlo sentirá algo parecido a lo que sentí al escribirlo.
No es que el amor se me haya ido; simplemente cambió de forma. Ya no se trata de alguien en específico, sino de todo lo que toca mi atención, de todo lo que puede ser amado aunque no tenga rostro.
Y sin embargo, hay noches en las que esa energía se me desborda y no hay estructura ni texto ni música que la contenga; el corazón empieza a latir distinto, con ese impulso de querer dar, de querer ofrecer algo tan sincero que a veces me asusta.
No estar enamorado, entonces, no me deja vacío; me deja lleno, pero sin dirección. Y en ese intento de encontrarla, aprendo a conocerme: descubro cuánto puedo sentir sin prometer nada, cuánto puedo ofrecer sin esperar, cuánto puedo sostenerme solo con la idea de que en algún momento volveré a amar, no porque lo necesite, sino porque es la única manera en que sé estar vivo.

Ausencia.

En ocasiones pienso que no sé quién soy cuando no estoy amando; como si todo lo que soy dependiera de la posibilidad de entregarme a alguien, de tener un lugar donde depositar este exceso de vida que me habita. 
Cuando no lo tengo, todo se acumula dentro y empieza a pesar; siento que llevo un mar entero contenido en el pecho, una marea que sube y baja sin destino, que golpea las paredes de mi propio cuerpo buscando salida.
Es agotador amar sin nadie frente a quien hacerlo, amar sin interlocutor, amar por inercia, como si el amor se hubiera convertido en un hábito del alma; como si, incluso en su ausencia, siguiera latiendo solo por costumbre, igual que un corazón que no sabe detenerse.
Y entonces aparece la ausencia; no como un vacío limpio, sino como un ruido constante, una vibración que se instala en el fondo de todo y que no deja dormir. 
Es una especie de sombra que me acompaña a cada lugar, una voz que me recuerda que alguna vez sentí con una claridad que ahora apenas reconozco. No es nostalgia, es hambre; hambre de entregar, de compartir, de sentirme útil en el corazón de alguien.
He intentado redirigirlo hacia mi trabajo, hacia los amigos, hacia la creación, pero hay algo en mí que siempre busca una piel, una mirada, un cuerpo donde esa energía encuentre descanso.
Es una necesidad primitiva, casi animal, de ser visto, de ser sentido, de ser recordado por alguien que me devuelva una parte de mí que no puedo sostener solo.
A veces pienso que mi forma de amar es una manera de huir de mí mismo; que cuando no tengo a quién cuidar, empiezo a hundirme en mis propias profundidades, a observar cada pensamiento hasta que se distorsiona, a analizar cada recuerdo hasta que deja de ser cierto.
Me pierdo en los laberintos de mi cabeza buscando señales de algo que ya no existe; y entre tanto ruido interno, termino confundiendo la memoria con deseo, el duelo con esperanza. 
 Porque cuando no hay alguien que me refleje, me pierdo entre mis propias luces; me convierto en un espejo enfrentado a otro espejo, un reflejo infinito sin origen ni destino.
Y ahí es cuando me aferro: a rostros, a voces, a momentos que ya no existen, como si quedarme en ellos fuera una forma de no soltarme del todo.
Es un gesto absurdo, casi desesperado, pero profundamente humano: intentar retener con la mente lo que el cuerpo ya perdió. 

Me he sorprendido buscando el olor de alguien en una prenda que ya no uso, revisando conversaciones antiguas como si fueran documentos de una vida que alguna vez me perteneció, escuchando canciones que alguna vez escuche hasta el cansancio n solo para volver, aunque sea por un instante, al lugar donde tuve la bendición de poder amar.

Supongo que es ahí donde entiendo que amar no es solo una emoción que se dirige a alguien; es una manera de estar en el mundo, de entenderlo, de habitarlo con cierta delicadeza.





He vivido atrapado en historias que duraron días pero dejaron ecos que me acompañaron meses; relaciones que pasaron sin prometer nada, pero en las que deposité la esperanza de una eternidad.
Es absurdo cómo uno puede quedarse atado al recuerdo de algo que, visto desde lejos, apenas fue. Y aun así, el cuerpo lo recuerda con fidelidad; la piel no olvida el tono de una caricia, la mente sigue buscando el ritmo de una risa, el alma repite nombres como mantras rotos. 
Y realmente me cuestiono si extraño a las personas, o a la versión de mí que existía junto a ellas, la seguridad de sentirme alguien cuando podía amar sin medida.
Y lo peor —o lo más humano— es que una parte de mí se niega a cerrar esas puertas. Me digo que es memoria, pero es miedo: miedo a no volver a sentir con esa intensidad, miedo a aceptar que quizá esa versión de mí solo existía mientras amaba.
Porque cuando no amo, me cuesta reconocerme; me vuelvo más analítico, más contenido, menos valiente. Siento que me falta un motivo para ser todo lo que puedo ser, como si la pasión fuera el único lenguaje que conozco para entender la vida. 
Pero también hay una verdad oculta ahí, una que a veces se asoma entre el cansancio y la calma: en esa soledad sin destinatario me descubro sin filtro.
Veo de qué estoy hecho cuando no hay nadie que me mire, y aunque a veces duele, otras me da paz; es como ver la superficie del agua cuando el oleaje se detiene, cuando ya no hay nada que distorsione  el reflejo. 

"Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia... y no tengo amor, nada soy.

-corintios 13


Es ahí donde aparece una posibilidad: que quizás aprender a habitarme sin amor no sea un castigo, sino una forma de entender de dónde nace mi necesidad de entregarme. Que tal vez no se trate de dejar de amar, sino de aprender a amar también este vacío, este silencio que me obliga a ver de cerca lo que queda cuando ya no hay nadie.
Porque si logro sostenerme en ese vacío, sin nostalgia ni expectativa, sin la urgencia de que alguien me devuelva la mirada, quizás ahí esté mi versión más honesta; la que no necesita inventarse un amor para justificar su profundidad, la que puede reconocerse incluso en la ausencia.
Aunque no sé si algún día me baste, ni si quiero que me baste. Hay una parte de mí que sigue creyendo que solo en el amor —por más efímero o imperfecto que sea— puedo ser realmente yo; y mientras esa creencia exista, seguiré buscando, aunque no sepa muy bien qué.

Epílogo — La forma del vacío.

Hay días en los que me levanto pensando que no voy a descubrir nunca quién soy cuando no amo; hay algo en mí que solo cobra sentido en el reflejo de otra persona, en la entrega, en ese acto casi irracional de darlo todo aunque no me lo pidan.
Me esfuerzo por llenar mis días de cosas que parezcan suficientes proyectos, palabras, rutinas. Al final siempre llego al mismo punto: la certeza de que nada me hace sentir tan vivo como amar y no sé si eso sea una condena o una forma de fe.
He intentado encontrar sentido en mí mismo, pero sin alguien a quien entregarme todo se vuelve una especie de eco que rebota en las paredes del pecho.

Tengo tanto amor adentro que a veces me ahogo; lo intento contener, lo disfrazo de calma, de madurez, de distancia, pero termina escapándose en cualquier gesto, en cualquier recuerdo que aún me duela.

Porque no he sabido cerrar del todo ninguna historia; sigo visitando los lugares donde fui feliz, sigo buscando en la memoria el vestigio de quien alguna vez me permitió amar sin medida. Quizás me aferro porque en esos fragmentos aún existe una versión mía que entendía la vida.

No sé qué tan egoísta sea ese deseo de volver a amar. A veces me da miedo pensarlo, porque parece que necesito de otra persona para completarme, pero también sé que es la única forma que conozco de dar lo mejor de mí. 

Solo cuando amo dejo de pensar, de medir, de calcular; solo entonces soy esa versión que se entrega sin reservas, que se olvida de sí misma para volverse puente, abrigo, fuego.

Y sí, lo acepto: quiero volver a sentir amor. Lo quiero con toda la desesperación de quien se sabe incompleto, con toda la esperanza de quien sigue creyendo que amar justifica el caos, el dolor y la espera.

Necesito perderme en alguien para encontrarme de nuevo, disolverme en ese instante donde todo lo que soy se vuelve útil, necesario, recíproco. Tal vez algún día aprenda a ser suficiente sin eso, pero hoy, con toda honestidad, no le encuentro sentido a una vida donde no pueda dar todo lo que tengo.
La conciencia de amar y de ser amado trae una nueva luz a la vida.
— Friedrich Nietzsche
Siguiente
Siguiente

La estética de la piratería.